sábado, 30 de julio de 2011

13. El caballero de La Invicta, R. H. Moreno Durán



Ahí, en las leves estrías de la cadera o sobre la cara inferior de los glúteos elevabas tu altar, hacías oficiar tu lengua, no le dabas pausa a tu avidez, entronizabas tu fe sobre una carne degustada mas no gastada, las células que guardaban memoria del deseo compartido y no las células del deterioro. La pátina de sudor sobre la espalda, sus secreciones, incluso los lunares y el vello negro y profuso, pasaron a convertirse en un estímulo diario, el que forjaron para ti en una orgía odorante seres idóneos para el amor sobre el paisaje abierto de tu amante. Como si se tratara de una conjunción de tus placas más valiosas, la mínima, amada orografía que exhibía su piel pasó a convertirse bajo el microscopio de tu ansiedad en la cifra rosa que habría de deslumbrarte con tu descubrimiento final. A otras mujeres las habías amado a la carta, elegías según te dictara tu apetito, probabas un poco de esto, ignorabas lo demás, gourmet ilustre. Con ella –y sobre todo después de las confidencias que te hizo– lo tomabas todo, como si fuera la vianda más exquisita, el opulento y nutritivo festín que te ofrecía un anfitrión refinado y generoso. La olfateabas, la saboreabas, la volvías todo paladar y fruición, saliva y goce. Abrías los sépalos de su vulva y te deleitabas con su salvaje fragancia, catabas sus ácidos, palpabas esa dimensión púrpura de la que, una vez tu verga dentro, habría de salir el ángel de los orgasmos, y ella se regodeaba con la alianza perversa de tu mirada y tu imaginación. Con infinita devoción husmeabas su misterio al punto de que más de una vez tu nariz se convirtió en el mejor sucedáneo de tu pene, degustabas esa herida caliente y olorosa a vida, ese cáliz tan rotundo y palpitante como el corazón de un gladiolo. Y otra vez te sumergías allí, buceabas con los ojos y la lengua, ora pro nobis, escrutabas las hojas cárdenas y la cresta del clítoris alerta, las exprimías con los labios, las lamías como a jugosos frutos jóvenes. Y luego te ponías a dialogar con sus partes, hasta que ella sentía pudor por el olor que le extraías y tú implacable, sí, que fuera consciente de lo que tenía y malgastaba sin saberlo, pero el pudor tuyo fue a la vez de su conocimiento, cada vez más grande, pues grande fue el deseo y la destreza que a su lado adquiriste.

El caballero de La Invicta, R. H. Moreno Durán

sábado, 23 de julio de 2011

12. Recursos humanos, Antonio García Ángel



Quedaron de lado en la cama, aún tomados de la mano, en un silencio que Osorio no se atrevió a romper, pues él ya había dicho todo, había dicho te amo y había hecho la promesa de que se fueran. Entonces, aguardó la respuesta de Ángela como una moneda cuyas caras eran la felicidad y la desgracia. Una moneda que ella dejó suspendida en el aire cuando dijo:
-Hagamos el amor.
Se desvistieron sin dejar de besarse. Osorio le mordisqueó el cuello y el lóbulo de la oreja, la lamió alrededor del ombligo, le acarició las piernas recién depiladas y el triángulo del pubis perfectamente delineado, le agarró las nalgas, la penetró lentamente. Se movieron como si estuvieran bajo el agua y sin dejar de mirarse a los ojos. Los de Ángela tuvieron un temblor cristalino que desbordó en lágrimas. Osorio embistió con firmeza. Ángela se aferró en un abrazo que abarcaba todo el placer, el dolor y el miedo.
La calma siguiente era igual a la que resulta tras un temblor de tierra. De ese mismo material estaba hecha la voz de ella cuando dijo: “Yo vine hoy a decirte adiós, pero no pude. No puedo. Me duele hacerle esto a Jorge Abel porque es un hombre bueno. Pero qué carajo: te amo. Me voy contigo”.
Osorio sintió que por fin había caído la moneda de su destino. Se abrazó a Ángela y esta vez no pudo reprimir las lágrimas.

Recursos humanos, Antonio García Ángel

sábado, 16 de julio de 2011

11. Dos veces Alicia, Alba Lucía Ángel



Me acomodé en el diván, a su lado, y él comenzó a acariciarme lentamente, con sus manos largas y finas; me apretaba contra su cuerpo y seguía contándome historias de cuando era pequeño. ¿Te gustan mis medias color mora en leche? Me recorrió las piernas, desde el tobillo hasta más arriba del muslo, no sabía que eran color mora en leche; soy daltónico, y comenzó a besarme. Primero con dulzura, luego fue aumentando el ritmo, quítate las medias: no me gusta el color mora en leche. Pero ¿no dijiste que eras daltónico? Y me desvistió sin prisa, después de las medias la super mini, las manos me quemaban el estómago, qué muerte más linda, me gustaría estar siempre así, rodeada de serpientes, mordida por un áspid, el río parecía en creciente, se agitaba en remolinos muy fuertes, más fuertes, más… comencé a morderlo, ¿quién te gusta más? ¿Cleopatra o Nefertiti?; revolvía con violencia mi pelo corto, me daba tirones como si quisiera arrancármelo, ¿quién te gusta más…? No me tires el pelo. ¿Quién, Cleopatra o Nefertiti?, y seguía mordiéndole los labios, soy un áspid… y comencé a enrollarle el cordón con el amuleto en forma de media luna que llevaba al cuello y que me estaba fastidiando, con esto voy a vencerte… con esto voy… pero no pude terminar porque comenzó a penetrarme con frenesí de poseso; ¡déjalo! Deja eso…, y su voz desde allá abajo, desde el fondo, y un grito y otro y entonces comencé a dar golpes contra la quilla de la góndola que giraba en redondo como si hubiera perdido el control hasta que mi cuerpo se quedó suspendido en medio del río, a merced de la media luna que amenazaba con degollarme, con cortar el hilo.

Dos veces Alicia, Alba Lucía Ángel

viernes, 8 de julio de 2011

10. Todo en otra parte, Carolina Sanín



Cuando la radio volvió a transmitir en vivo, se oyó nítidamente un chapoteo. Julio arrimaba el ombligo a la cadera de la locutora, que improvisaba un complemento a la propaganda:
-Cada semana aprendemos un test que sondea el carácter de los hombres. A la academia se asiste con uniforme, y si sólo yo me veo ridícula con él, esto se debe a que de todas las alumnas soy la única que ha rebasado las edad nupcial.
No siguió hablando porque los trinos de gozo o risa que brotaban de su garganta le aplastaban las palabras. Julio la penetraba con algo que no podía ser pene a menos que estuviera doblado en tres partes y se hubiera ablandado hasta un punto inverosímil.
-No me digas que estabas tratando de meterme un testículo o los dos -le dijo cuando recuperó el habla.
Lo veía preocupado.
-¿Qué te pasa?
-¿Tú crees que han matriculada a Flora en la academia esa? -preguntó él-. ¿O que la tendría que matricular yo, que soy su padrino? ¿O su madrina, si es que tiene? ¿Quién será la madrina? ¿No será Carlota?
Rita se sacudió, Julio se le salió, y los dos vencieron la pereza y emprendieron las dieciséis piscinas que les faltaban para completar las prescritas por el instructor.
Después de doce, Julio volvió exangüe a la orilla panda. Rita nadó sola las últimas cuatro, que no estaban en el edificio principal sino en un anexo lejano. Regresó a la orilla de Julio cuando el almuerzo ya estaba servido.
Él resoplaba, tratando de decidir si coger la hamburguesa con la mano que olía a cloro o con la que olía a mano, a cloro y a vagina.
-¿No vas a comerte la tuya? -preguntó al ver que Rita tampoco cogía su hamburguesa-. ¿No tienes apetito?
-Sí tengo -dijo ella-. El problema es que no sé qué pensar acerca de comer dentro de la piscina. No es muy glamuroso. Hasta podría hacer que me expulsaran de la academia.
Pero como desde la noche fallida en la casa de Flora venía aguardando la ocasión de comer con julio, corrió el riesgo. Dio un mordisco, y en premio él le agarró la cabeza y le dio un beso pleno en la boca. Ella adelantó la lengua, y al agua cayó un bocado con una gota gorda de salsa de tomate. Él mezcló la piscina con la mano abierta. La carne se precipitó hacia  el fondo y el rojo se esfumó.
-Con el pie no, Julio -dijo Rita.
-El pie sólo lo estoy usando para bajarte el biquini. Voy a escarbarte con el mango del tenedor o la nariz.
Fue con la nariz porque el centro no había proporcionado tenedores. Cuando necesitó volver a respirar, Julio subió a la superficie. Recogió con los labios las migas de pan de hamburguesa esparcidos sobre el borde de granito. Arrugó la servilleta de papel y la arrojó al agua. Al rato oímos por la radio cómo eyaculaba.

Todo en otra parte, Carolina Sanín

viernes, 1 de julio de 2011

9. El ruido de las cosas al caer, Juan Gabriel Vásquez

Ilustración: Horacio Altuna

No recuerdo haber caminado hasta la cama de Maya, pero me perfectamente sentándome en ella, junto a una mesa de noche de tres cajones. Maya le dio la vuelta a la cama y su silueta espectral se recortó contra la pared, frente al espejo del armario, y me pareció que se miraba al espejo y al hacerlo su reflejo me miraba a mí. Mientras asistía a esa realidad paralela, a esa escena fugaz que transcurrió en mi ausencia, me metí a la cama, y no me resistí cuando Maya llegó a mi lado y sus manos me desabrocharon la ropa, sus manos manchadas por el sol se portaron como mis propias manos, con la misma naturalidad, con la misma destreza. Me besó y sentí un aliento limpio y cansado al mismo tiempo, un aliento de final del día, y pensé (un pensamiento ridículo y además indemostrable) que esta mujer no había besado a nadie en mucho tiempo. Y entonces dejó de besarme. Maya me tocó inútilmente, inútilmente se metió mi miembro a la boca, su lengua inútil me recorrió sin ruido, y luego su boca resignada volvió a mi boca y sólo en ese momento me di cuenta de que estaba desnuda. En la penumbra sus pezones cerrados eran de un tono violeta, un violeta oscuro como el rojo que ven los buzos en el lecho del mar. ¿Usted ha estado debajo del mar, Maya?, le pregunté o creo haberle preguntado. ¿Muy hondo debajo del mar, lo suficiente para que cambien los colores? Se acostó a mi lado, boca arriba, y en ese momento me dominó la idea absurda de que Maya tenía frío. ¿Tiene frío?, le dije. Pero ella no me respondió. ¿Quiere que me vaya? No respondió tampoco a esta pregunta, pero era una pregunta ociosa, porque Maya no quería estar sola y ya me lo había señalado. Yo tampoco quise estar solo en ese momento: la compañía de Maya se me había vuelto indispensable, así como urgente se me había vuelto la desaparición de su tristeza. Pensé que los dos estábamos solos en esa habitación y en esa casa, pero solos con una soledad compartida, cada uno solo con su dolor en el fondo de la carne pero mitigándolo al mismo tiempo mediante las artes raras de la desnudez. Y entonces Maya hizo algo que sólo había hecho una persona en el mundo hasta entonces: su mano se posó sobre mi vientre y encontró mi cicatriz y la acarició como si la pintara con un dedo, como si su dedo estuviera embadurnado en tempera y tratara de hacer sobre mi piel un dibujo raro y simétrico. Yo la besé, menos por besarla que por cerrar los ojos, y luego mi mano recorrió sus senos y Maya la tomó en la suya, tomó mi mano en la suya y se la puso entre las piernas y mi mano en su mano tocó el vello liso y ordenado, y luego el interior de los muslos suaves, y luego el sexo. Mis dedos bajo sus dedos la penetraron y su cuerpo se puso tenso y sus piernas se abrieron como alas. Estoy cansada de dormir sola, me había dicho esta mujer que ahora me miraba con ojos muy abiertos en la oscuridad de su cuarto, arrugando el ceño, como quien está a punto de entender algo.

El ruido de las cosas al caer, Juan Gabriel Vásquez