miércoles, 8 de febrero de 2012

26. La mansión de Araucaíma, Álvaro Mutis


No es fácil reconstruir paso a paso los hechos ni evocar los días que la muchacha vivió en la mansión. Lo cierto es que entró a formar parte de la casa y comenzó a tejer la red que los llevaría a todos al desastre, sin darse cuenta de ello, pero con la inconsciencia de quien se sabe parte de un complicado y ciego mecanismo que gobierna cada hora de la vida.
Durante dos noches durmió en el mismo cuarto con la Machiche. Luego resolvió irse a dormir con el piloto, cuya cordialidad fácil le atraía y cuyas historias de países visitados durante una sola noche le sedujeron en extremo. Cuando, a pesar de las caricias interminables que la dejaban en una cansada excitación histérica, el piloto no pudo poseerla, lo dejó y se fue a dormir sola a un cuarto del segundo patio, contiguo a una habitación que usaba el fraile como cuarto de estudio. No tardaron los dos en hacer una amistad construida de sincero afecto y de una sorda y profunda comprensión de la carne. El fraile la desnudaba en su estudio y hacían el amor en los desvencijados sillones de cuero o sobre una vasta mesa de biblioteca llena de papeles y revistas empolvadas.
Al fraile le encantaba la franca y directa disposición de la muchacha para mantener sus relaciones al margen de la pasión y a ella le seducía la serena y sólida firmeza del fraile para evitar todo rasgo infantil, banal o simplemente débil, comunes a toda relación entre hombre y mujer. Copulaban furiosamente y conversaban en amistosa y serena compañía.
Fue el dueño, Don Graci, quien, con la envidia de los invertidos y la gratuita maldad de los obesos, incitó al sirviente en secreto para que sedujera a la muchacha y se la quitara al fraile. En efecto, el negro la esperó un día cuando ella iba a bañarse en una de las acequias que cruzaban los naranjales. Tras un largo y doliente ronroneo la convenció de que se le entregara. Ese día la joven probó la impaciente y antigua lujuria africana hecha de largos desmayos y de violentas maldiciones. Desde ese día acudió como sonámbula a las citas en la huerta y se dejaba hacer del sirviente con una mansedumbre desesperanzada. Le contó al fraile lo sucedido y éste siguió siendo su amigo pero nunca más la llevó al estudio. No obró así a causa del miedo o la prudencia, sino por cierto secreto sentido del orden, por una determinada intuición de equilibrio que lo llevaba a colocarse al margen de un caos que anunciaba la aniquilación y la muerte.
La Machiche, al comienzo, se hizo la desentendida sobre las nuevas relaciones de la joven y nada dijo. Seguía acostándose con el negro cuando lo necesitaba y por  entonces traía un deseo creciente de seducir de nuevo al guardián, quien la había dejado hacía ya varios años y nunca más le prestara atención. Mientras la Machiche se interesó en el soldado las cosas transcurrieron en forma tranquila. Pero una reprimenda del mercenario al sirviente vino a romper esa calma. La mutua antipatía entre los dos era evidente.
Una noche en que el guardián esperaba a la Machiche ésta no acudió a la cita. Por un oportuno comentario de Don Graci durante el desayuno al día siguiente, el guardián se enteró que aquélla había dormido con el sirviente. Durante el día no faltó ocasión para que se encontraran los dos y a una orden cortante y cargada de desprecio del soldado, el negro se le echó encima ciego de furia. Dos certeros golpes dieron con el sirviente en tierra y el guardián siguió su ronda como si nada hubiera sucedido.
Esa noche le dijo a la Machiche que no quería nada con ella, que no aguantaba más la peste de negro que despedía en las noches y que su blanco cuerpo de mujerona de puerto ya no  despertaba en él ningún deseo. La Machiche rumió varios días el desencanto y la  rabia hasta cuando encontró en quién desfogarlos impunemente. Puso los ojos en la muchacha, le achacó para sus adentros toda la culpa de su fracaso con el guardián y se propuso vengarse de la joven.
El primer paso fue ganarse su confianza y para ello no encontró la menor dificultad. Ángela vivía un clima de constante excitación; su fracaso con el piloto, su truncada relación con el fraile y los violentos y esporádicos episodios con el sirviente, la habían dejado presa de un inagotable deseo siempre presente y sugerido por cada objeto, por cada incidente de su vida cotidiana. La Machiche percibió el estado de la joven. La invitó a compartir de nuevo su cuarto con palabras amables y con cierta complicidad entre mujeres. La muchacha aceptó encantada.
Un día que comparaban, antes de acostarse, algunas proporciones y circunstancias de sus cuerpos, la Machiche comenzó a acariciar los pechos de la joven con aire distraído y ésta, sin hallar escape a la creciente excitación, se quedó en silencio dejando hacer a la experta ramera. La Machiche comenzó a besarla y la llevó lentamente a la cama y allí le fue indicando, con ademanes seguros y discretos, el camino para satisfacer su deseo. La ceremonia se repitió varias noches y Ángela descubrió el mundo febril del amor entre mujeres.
No tardó Don Graci en conocer el asunto, por algunas frases dejadas caer por la Machiche, y el dueño empezó a invitar a las dos mujeres a participar en sus abluciones, con prescindencia de los demás habitantes de la mansión. Largas horas duraba el baño del frenético trío. Don Graci presidía los episodios entre las dos hembras y gustaba de hacer indicaciones, llegado el momento, para participar desde la neutralidad de sus años en los espasmos de la joven. Esta se aficionó a la Machiche cada día con mayor violencia y la mujer la dejaba avanzar en el desorden de un callejón sin salida, al que la empujaba el desviado curso de sus instintos.
Cuando la Machiche comprobó que Ángela estaba por completo en su poder y sólo en ella encontraba la satisfacción de su deseo, asestó el golpe. Lo hizo con la probada serenidad de quien ha dispuesto muchas veces de la vida ajena, con el tranquilo desprendimiento de las fieras.
Una noche se acercó la muchacha a su cama mientras ella hojeaba una revista. Ángela empezó a besarle las espesas y desnudas piernas, mientras la Machiche se abstraía en la lectura o simulaba hacerlo. La mujer permaneció indiferente a las caricias de la joven, hasta cuando ésta se dio cuenta de la actitud de su amiga.
“¿Estás cansada ?” -le preguntó con un leve tono de queja en la voz.
“Sí estoy cansada” -respondió la otra cortante.
“¿Cansada solamente o cansada de mí?” -inquirió la muchacha con ese insensato candor de los enamorados, que se precipitan por sí solos en los mayores abismos por obra de sus propias palabras.
“La verdad chiquita es que estoy cansada de todo esto” -comenzó a explicar la Machiche con una voz neutra que penetraba dolorosamente en los sentidos de Ángela-. “Al principio me interesaste un poco y cuando Don Graci nos invitó a bañarnos con él, no tuve más remedio que aceptar. Ya sabes, él nos sostiene a todos y no me gusta contrariarlo. Pero yo soy una mujer para machos, chiquita. Necesito un hombre, estoy hecha para los hombres, para que ellos me gocen. Las mujeres no me interesan, me aburren como amigas y me aburren en la cama y mas tú que estás tan verde todavía. Ya Don Graci no nos llama para bañarse con nosotras, también él se debió aburrir de vernos hacer siempre lo mismo. Vamos a dejar todo esto por la paz, chiquita. Pásate a tu cama y duérmete tranquila. Yo lo que necesito es un macho, un macho que huela y grite como macho, no una niñita que chilla como un gato enfermo. Vamos… a dormir”.
Ángela, al comienzo, pensó en alguna burla siniestra; pero el tono y las palabras de la mujerona se ajustaban tan estrictamente a la verdad que bien pronto se dio cuenta de que la Machiche estaba hablando con irremediable seriedad. Se aterró al pensar que nunca más harían juntas el amor, rechazó la idea como imposible, pero ésta tornó a imponerse como un presente irrevocable. Fue como sonámbula hacia su lecho, se acostó y comenzó a llorar en forma persistente, inagotable, desolada. La Machiche se durmió arrullada por el llanto de Ángela y reconfortada en el fresco sabor de la  venganza.
A la mañana siguiente el guardián entró temprano al cuarto de los aparejos y encontró el cuerpo de Ángela colgando de una de las vigas. Se había ahorcado en la madrugada subiéndose a una silla que arrojó con los pies luego de amarrarse al cuello una recia soga.

martes, 15 de noviembre de 2011

25. Ibis, José María Vargas Vila


Y, se estableció entre ellos una ligazón culpable y ardiente, durante la cual fatigaron el placer hasta el espasmo, el goce hasta la locura, la voluptuosidad hasta el dolor, el vicio hasta la crápula.
Jugaron a la comedia del Amor, en las rabias carnales del placer, fatigaron el cántico en las estrofas del beso, y vibraron como cuerdas afinadas de un salterio, sus cuerpos enloquecidos en las noches afrodisias.
La poseyó, vestida con la sola belleza de sus formas, sació sus ojos y sus deseos, en las cegadoras esplendideces de sus carnes jóvenes y gloriosas, cubiertas como una flor de histeria mística, por los rojos estígmatas del deseo inapagable.
Vertió el vino en el ánfora vacía.
Saboreó el gusto de la muerte, en los labios de la vida; y, aprendió esta verdad de la Escritura, que: Hay tres cosas insaciables, y una cuarta, que no dicen nunca: Basta. El infierno, el fuego y la mujer: la tierra que bebe alterada.
Ella era como la mujer amada de los siete espíritus, que tortura y mata al hombre, al decir del Eclesiastés; era ardiente como venida del desierto, escapada a las caricias de leones y leopardos, incansable como la yegua árabe del Faraón, de que nos habla la Biblia, y sumisa al placer como la hembra del hebreo, con la argolla en la nariz.
Irreprochablemente lúbrica, como Ruth, ella inició al adolescente en los ocultos misterios de la liturgia fálica, en las frondas obscuras, en los laberintos densos donde florece el beso culpable, y en una visión de Edén se oye el canto de Afrodita; tiembla la estrella de Venus sobre las carnes desnudas, y titilan las estrellas sobre los cuerpos ardientes, por las horas de un contacto interminable.
La tempestad rompió ese idilio, y, ¡él fue aventado lejos, muy lejos!

sábado, 22 de octubre de 2011

24. La luz difícil, Tomás González




A eso de las tres de la tarde, Sara y yo dormimos unos minutos y al despertar hicimos el amor tendidos de costado, abrazándonos de frente con tal intensidad que alcanzamos una comunión absoluta en el placer y sobre todo en la aflicción. No sé cuántas veces habremos hecho el amor en tantos años juntos, Sara y yo, miles de veces, pienso, de miles de maneras y en miles de estado de ánimo, tanto en épocas felices como en momentos tan horrendos como el que estábamos viviendo, y cada vez fue diferente, cada vez como si fuera la primera. Dormimos otro rato, aún abrazados y compenetrados. Al despertar, tal vez media hora más tarde, oí en el cementerio el canto agudo de unos Blues Jays, y, un poco más al fondo, en la calle, un insulto ronco y feo, como un estertor: “Hey, you, motherfucker!”.

domingo, 9 de octubre de 2011

23. Mirando al final del alba, Arturo Álape



No me desesperes más con la ausencia enmascarada, no me lastimes más con el sonido mudo de tu voz, evita mis sufrimientos con la dolorosa lejanía que impide darme tus abrazos… Regresa con tus sueños cuando me añorabas; ven y chupa mis senos y vibra; ven y descansa en mi vientre y rehúye las extrañas palpitaciones de culpabilidades; besa mi boca y deja mi cuerpo en el olvido oculto entre tantos olvidos; penétrame con tus dedos que ofrecen el olor de otras honduras; reconóceme con tu lengua que se volvió muda con la indiferencia que llora; méteme tu cabeza con tu pelo y barba y tus hombros y siente por primera vez los movimientos de mi cuerpo que sufre tanto por las emociones que nunca lo pervirtieron, que nunca me diste, que nunca te pedí, que nunca exploraste, que nunca sentiste como necesidad para mí y para los dos; penétrame con tu vida desde niño y desde hombre que fue para mí la compañía idealizada; ven como el hombre que eres hoy y métete en mí y vuelve por los indicios que indagan, porque yo siento que soy tu definitiva mujer, hembra y esclava que paciente escucha; mujer que aprende, mujer que también tiene la almendra de su dulzura que poco a poco fue apagándose en mí como fruto degenerado; aquí me tienes en la espera a pesar de tantas fúnebres desesperaciones, siempre he estado presente para ti… Penétrame.

Mirando al final del alba, Arturo Álape 

domingo, 2 de octubre de 2011

22. Historia del ojo, George Bataille (bonus track)



Crecí muy solo y desde que tengo memoria sentí angustia frente a todo lo sexual. Tenía cerca de 16 años cuando en la playa de X encontré a una joven de mi edad, Simona. Nuestras relaciones se precipitaron porque nuestras familias guardaban un parentesco lejano. Tres días después de habernos conocido, Simona y yo nos encontramos solos en su quinta. Vestía un delantal negro con cuello blanco almidonado. Comencé a advertir que compartía conmigo la ansiedad que me producía verla, ansiedad mucho mayor ese día porque intuía que se encontraba completamente desnuda bajo su delantal.
Llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas; pero aún no había podido verle el culo (este nombre que Simona y yo empleamos siempre, es para mí el más hermoso de los nombres del sexo). Tenía la impresión de que si apartaba ligeramente su delantal por atrás, vería sus partes impúdicas sin ningún reparo.
En el rincón de un corredor había un plato con leche para el gato: “Los platos están hechos para sentarse”, me dijo Simona. “¿Apuestas a que me siento en el plato?” . “Apuesto a que no te atreves”, le respondí, casi sin aliento.
Hacia muchísimo calor. Simona colocó el plato sobre un pequeño banco, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de ella, inmóvil; la sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba.
Me acosté a sus pies sin que ella se moviese y por primera vez vi su carne “rosa y negra” que se refrescaba en la leche blanca. Permanecimos largo tiempo sin movernos, tan conmovidos el uno como el otro. De repente se levantó y vi escurrir la leche a lo largo de sus piernas, sobre las medias. Se enjugó con un pañuelo, pausadamente, dejando alzado el pie, apoyado en el banco, por encima de mi cabeza y yo me froté vigorosamente la verga sobre la ropa, agitándome amorosamente por el suelo. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin que nos hubiésemos tocado; pero cuando su madre regresó, aproveché, mientras yo permanecía sentado y ella se echaba tiernamente en sus brazos, para levantarle por atrás el delantal sin que nadie lo notase y poner mi mano en su culo, entre sus dos ardientes muslos.
Regresé corriendo a mi casa, ávido de masturbarme de nuevo; y al día siguiente por la noche estaba tan ojeroso que Simona, después de haberme contemplado largo rato, escondió la cabeza en mi espalda y me dijo seriamente “no quiero que te masturbes sin mí”.

domingo, 25 de septiembre de 2011

21. El anarquista jubilado, Roberto Rubiano Vargas



Mariana Llano despierta con el ruido que viene del apartamento de arriba. Es un sonido acompasado que ya conoce. Que se repite dos o tres noches al mes. Es su vecina con el tipo del bmw, o con el del Renault, o con el del Audi. Tipos que la visitan sólo para tirar. El cric-cric de la cama se alarga por unos minutos y comienza a mezclarse con los gemidos de la profesora que van subiendo de decibeles hasta desembocar en un largo orgasmo. ¿La vecina habrá escuchado su orgasmo, un rato antes? Mariana sabe que no es muy escandalosa cuando hace el amor. Apenas suspira, o eso cree. Y su cama apenas cruje. En realidad no recuerda la manera como acaba de hacer el amor. Tiene la sensación de que fue agradable, muy agradable incluso, pero no mucho más. Vargas Vila gritó demasiado, como siempre… me vengo, me vengo… y ella sonreía porque se había venido hacía rato. Es su característica, si tirara con la vecina los escucharía en varias manzanas a la redonda. Serían el espectáculo auditivo del vecindario. Pero eso ya está atrás. Ahora siente la necesidad de que su vida continúe sin necesidad de que exista Vargas Vila.

El anarquista jubilado, Roberto Rubiano Vargas

domingo, 18 de septiembre de 2011

20. De sobremesa, José Asunción Silva



Una oleada poderosa de sensualismo me corre por todo el cuerpo, enciende mi sangre, entona mis músculos, da en mi cerebro relieve y color a las más desteñidas imágenes y hace vibrar interminablemente mis nervios al contacto de las más leves impresiones gratas. No es fuera de él, es en el fondo de mi espíritu donde está subiendo la savia, donde están cantando los pájaros, donde están reventando los brotes verdes, donde están corriendo las aguas, donde están aromando las flores, al recibir los besos tibios de la primavera. El amor ha hecho su nido en mi alma. ¡Músicas que flotáis en ella, líneas colores, olores, contactos, sensaciones de fuerza desbordante, sangre que me enciendes las mejillas, sueños que aleteáis en la sombra, delectación morosa que traes ante mí el voluptuoso cuadro de los placeres pasados y me hostigas con el recuerdo de sus punzantes delicias, todos vosotros bailáis un coro báquico, un saturnal en que los besos estallan, y los cuerpos se confunden y caen entrelazados sobre el césped amoroso y blando! ¡Helena! ¡Helena! ¡Tengo sed de todo tu ser y no quiero manchar los labios que no se posan en una boca de mujer desde que la sonrisa de los tuyos iluminó mi vida, ni las manos, impolutas de todo contacto femenino, desde que recogieron el ramo de rosas arrojado por tus manos! ¡Helena! ¡Ven, surge, aparécete, bésame y apacigua con tu presencia la fiebre sensual que me está devorando!

De sobremesa, José Asunción Silva