domingo, 4 de septiembre de 2011

18. Las puertas del infierno, José Luis Díaz Granados



Eugenia, que así se llamaba mi amiguita, me condujo a una alcoba sucia, sin adornos, maloliente. No había silla donde colocar la ropa, así que la pusimos en un rincón de la cama, que era un catre cubierto con una simple sábana y una cobija pequeña untada de semen reciente. Siempre inexpresiva, pero linda, simple, candorosa, se despojó del calzón, se acostó y se dispuso a recibirme. Yo rocé con la mía su mejilla fría y sentí el olor a perfumito barato y a jabón Lux. En dos ocasiones le pedí que pasáramos la noche completa. Con 300 pesos más, dijo. Mientras la removía, Eugenia observaba el cielorraso, eludiendo una y otra vez las tentativas de besos en su boca. Como en un soliloquio aprendido me refirió la historia de su niña de 6 meses, de cómo preparaba los teteros y la dejaba al cuidado de una hermanita pequeña. ¿Está sana? Pregunté. Sí, señor, yo me cuido mucho. Luego de unos minutos silenciosos, agregó: Para no tener críos hago el oginón. Nuevos instantes expectantes y otra vez la vocecita: Véngase, señor. Y yo me derramé deliciosamente dentro de una Eugenia complaciente a última hora. La vida, dijo Santa Teresa, es una mala noche en una mala pocilga.

Las puertas del infierno, José Luis Díaz Granados

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