sábado, 22 de octubre de 2011

24. La luz difícil, Tomás González




A eso de las tres de la tarde, Sara y yo dormimos unos minutos y al despertar hicimos el amor tendidos de costado, abrazándonos de frente con tal intensidad que alcanzamos una comunión absoluta en el placer y sobre todo en la aflicción. No sé cuántas veces habremos hecho el amor en tantos años juntos, Sara y yo, miles de veces, pienso, de miles de maneras y en miles de estado de ánimo, tanto en épocas felices como en momentos tan horrendos como el que estábamos viviendo, y cada vez fue diferente, cada vez como si fuera la primera. Dormimos otro rato, aún abrazados y compenetrados. Al despertar, tal vez media hora más tarde, oí en el cementerio el canto agudo de unos Blues Jays, y, un poco más al fondo, en la calle, un insulto ronco y feo, como un estertor: “Hey, you, motherfucker!”.

domingo, 9 de octubre de 2011

23. Mirando al final del alba, Arturo Álape



No me desesperes más con la ausencia enmascarada, no me lastimes más con el sonido mudo de tu voz, evita mis sufrimientos con la dolorosa lejanía que impide darme tus abrazos… Regresa con tus sueños cuando me añorabas; ven y chupa mis senos y vibra; ven y descansa en mi vientre y rehúye las extrañas palpitaciones de culpabilidades; besa mi boca y deja mi cuerpo en el olvido oculto entre tantos olvidos; penétrame con tus dedos que ofrecen el olor de otras honduras; reconóceme con tu lengua que se volvió muda con la indiferencia que llora; méteme tu cabeza con tu pelo y barba y tus hombros y siente por primera vez los movimientos de mi cuerpo que sufre tanto por las emociones que nunca lo pervirtieron, que nunca me diste, que nunca te pedí, que nunca exploraste, que nunca sentiste como necesidad para mí y para los dos; penétrame con tu vida desde niño y desde hombre que fue para mí la compañía idealizada; ven como el hombre que eres hoy y métete en mí y vuelve por los indicios que indagan, porque yo siento que soy tu definitiva mujer, hembra y esclava que paciente escucha; mujer que aprende, mujer que también tiene la almendra de su dulzura que poco a poco fue apagándose en mí como fruto degenerado; aquí me tienes en la espera a pesar de tantas fúnebres desesperaciones, siempre he estado presente para ti… Penétrame.

Mirando al final del alba, Arturo Álape 

domingo, 2 de octubre de 2011

22. Historia del ojo, George Bataille (bonus track)



Crecí muy solo y desde que tengo memoria sentí angustia frente a todo lo sexual. Tenía cerca de 16 años cuando en la playa de X encontré a una joven de mi edad, Simona. Nuestras relaciones se precipitaron porque nuestras familias guardaban un parentesco lejano. Tres días después de habernos conocido, Simona y yo nos encontramos solos en su quinta. Vestía un delantal negro con cuello blanco almidonado. Comencé a advertir que compartía conmigo la ansiedad que me producía verla, ansiedad mucho mayor ese día porque intuía que se encontraba completamente desnuda bajo su delantal.
Llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas; pero aún no había podido verle el culo (este nombre que Simona y yo empleamos siempre, es para mí el más hermoso de los nombres del sexo). Tenía la impresión de que si apartaba ligeramente su delantal por atrás, vería sus partes impúdicas sin ningún reparo.
En el rincón de un corredor había un plato con leche para el gato: “Los platos están hechos para sentarse”, me dijo Simona. “¿Apuestas a que me siento en el plato?” . “Apuesto a que no te atreves”, le respondí, casi sin aliento.
Hacia muchísimo calor. Simona colocó el plato sobre un pequeño banco, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de ella, inmóvil; la sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba.
Me acosté a sus pies sin que ella se moviese y por primera vez vi su carne “rosa y negra” que se refrescaba en la leche blanca. Permanecimos largo tiempo sin movernos, tan conmovidos el uno como el otro. De repente se levantó y vi escurrir la leche a lo largo de sus piernas, sobre las medias. Se enjugó con un pañuelo, pausadamente, dejando alzado el pie, apoyado en el banco, por encima de mi cabeza y yo me froté vigorosamente la verga sobre la ropa, agitándome amorosamente por el suelo. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin que nos hubiésemos tocado; pero cuando su madre regresó, aproveché, mientras yo permanecía sentado y ella se echaba tiernamente en sus brazos, para levantarle por atrás el delantal sin que nadie lo notase y poner mi mano en su culo, entre sus dos ardientes muslos.
Regresé corriendo a mi casa, ávido de masturbarme de nuevo; y al día siguiente por la noche estaba tan ojeroso que Simona, después de haberme contemplado largo rato, escondió la cabeza en mi espalda y me dijo seriamente “no quiero que te masturbes sin mí”.