martes, 15 de noviembre de 2011

25. Ibis, José María Vargas Vila


Y, se estableció entre ellos una ligazón culpable y ardiente, durante la cual fatigaron el placer hasta el espasmo, el goce hasta la locura, la voluptuosidad hasta el dolor, el vicio hasta la crápula.
Jugaron a la comedia del Amor, en las rabias carnales del placer, fatigaron el cántico en las estrofas del beso, y vibraron como cuerdas afinadas de un salterio, sus cuerpos enloquecidos en las noches afrodisias.
La poseyó, vestida con la sola belleza de sus formas, sació sus ojos y sus deseos, en las cegadoras esplendideces de sus carnes jóvenes y gloriosas, cubiertas como una flor de histeria mística, por los rojos estígmatas del deseo inapagable.
Vertió el vino en el ánfora vacía.
Saboreó el gusto de la muerte, en los labios de la vida; y, aprendió esta verdad de la Escritura, que: Hay tres cosas insaciables, y una cuarta, que no dicen nunca: Basta. El infierno, el fuego y la mujer: la tierra que bebe alterada.
Ella era como la mujer amada de los siete espíritus, que tortura y mata al hombre, al decir del Eclesiastés; era ardiente como venida del desierto, escapada a las caricias de leones y leopardos, incansable como la yegua árabe del Faraón, de que nos habla la Biblia, y sumisa al placer como la hembra del hebreo, con la argolla en la nariz.
Irreprochablemente lúbrica, como Ruth, ella inició al adolescente en los ocultos misterios de la liturgia fálica, en las frondas obscuras, en los laberintos densos donde florece el beso culpable, y en una visión de Edén se oye el canto de Afrodita; tiembla la estrella de Venus sobre las carnes desnudas, y titilan las estrellas sobre los cuerpos ardientes, por las horas de un contacto interminable.
La tempestad rompió ese idilio, y, ¡él fue aventado lejos, muy lejos!

sábado, 22 de octubre de 2011

24. La luz difícil, Tomás González




A eso de las tres de la tarde, Sara y yo dormimos unos minutos y al despertar hicimos el amor tendidos de costado, abrazándonos de frente con tal intensidad que alcanzamos una comunión absoluta en el placer y sobre todo en la aflicción. No sé cuántas veces habremos hecho el amor en tantos años juntos, Sara y yo, miles de veces, pienso, de miles de maneras y en miles de estado de ánimo, tanto en épocas felices como en momentos tan horrendos como el que estábamos viviendo, y cada vez fue diferente, cada vez como si fuera la primera. Dormimos otro rato, aún abrazados y compenetrados. Al despertar, tal vez media hora más tarde, oí en el cementerio el canto agudo de unos Blues Jays, y, un poco más al fondo, en la calle, un insulto ronco y feo, como un estertor: “Hey, you, motherfucker!”.

domingo, 9 de octubre de 2011

23. Mirando al final del alba, Arturo Álape



No me desesperes más con la ausencia enmascarada, no me lastimes más con el sonido mudo de tu voz, evita mis sufrimientos con la dolorosa lejanía que impide darme tus abrazos… Regresa con tus sueños cuando me añorabas; ven y chupa mis senos y vibra; ven y descansa en mi vientre y rehúye las extrañas palpitaciones de culpabilidades; besa mi boca y deja mi cuerpo en el olvido oculto entre tantos olvidos; penétrame con tus dedos que ofrecen el olor de otras honduras; reconóceme con tu lengua que se volvió muda con la indiferencia que llora; méteme tu cabeza con tu pelo y barba y tus hombros y siente por primera vez los movimientos de mi cuerpo que sufre tanto por las emociones que nunca lo pervirtieron, que nunca me diste, que nunca te pedí, que nunca exploraste, que nunca sentiste como necesidad para mí y para los dos; penétrame con tu vida desde niño y desde hombre que fue para mí la compañía idealizada; ven como el hombre que eres hoy y métete en mí y vuelve por los indicios que indagan, porque yo siento que soy tu definitiva mujer, hembra y esclava que paciente escucha; mujer que aprende, mujer que también tiene la almendra de su dulzura que poco a poco fue apagándose en mí como fruto degenerado; aquí me tienes en la espera a pesar de tantas fúnebres desesperaciones, siempre he estado presente para ti… Penétrame.

Mirando al final del alba, Arturo Álape 

domingo, 2 de octubre de 2011

22. Historia del ojo, George Bataille (bonus track)



Crecí muy solo y desde que tengo memoria sentí angustia frente a todo lo sexual. Tenía cerca de 16 años cuando en la playa de X encontré a una joven de mi edad, Simona. Nuestras relaciones se precipitaron porque nuestras familias guardaban un parentesco lejano. Tres días después de habernos conocido, Simona y yo nos encontramos solos en su quinta. Vestía un delantal negro con cuello blanco almidonado. Comencé a advertir que compartía conmigo la ansiedad que me producía verla, ansiedad mucho mayor ese día porque intuía que se encontraba completamente desnuda bajo su delantal.
Llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas; pero aún no había podido verle el culo (este nombre que Simona y yo empleamos siempre, es para mí el más hermoso de los nombres del sexo). Tenía la impresión de que si apartaba ligeramente su delantal por atrás, vería sus partes impúdicas sin ningún reparo.
En el rincón de un corredor había un plato con leche para el gato: “Los platos están hechos para sentarse”, me dijo Simona. “¿Apuestas a que me siento en el plato?” . “Apuesto a que no te atreves”, le respondí, casi sin aliento.
Hacia muchísimo calor. Simona colocó el plato sobre un pequeño banco, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de ella, inmóvil; la sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba.
Me acosté a sus pies sin que ella se moviese y por primera vez vi su carne “rosa y negra” que se refrescaba en la leche blanca. Permanecimos largo tiempo sin movernos, tan conmovidos el uno como el otro. De repente se levantó y vi escurrir la leche a lo largo de sus piernas, sobre las medias. Se enjugó con un pañuelo, pausadamente, dejando alzado el pie, apoyado en el banco, por encima de mi cabeza y yo me froté vigorosamente la verga sobre la ropa, agitándome amorosamente por el suelo. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin que nos hubiésemos tocado; pero cuando su madre regresó, aproveché, mientras yo permanecía sentado y ella se echaba tiernamente en sus brazos, para levantarle por atrás el delantal sin que nadie lo notase y poner mi mano en su culo, entre sus dos ardientes muslos.
Regresé corriendo a mi casa, ávido de masturbarme de nuevo; y al día siguiente por la noche estaba tan ojeroso que Simona, después de haberme contemplado largo rato, escondió la cabeza en mi espalda y me dijo seriamente “no quiero que te masturbes sin mí”.

domingo, 25 de septiembre de 2011

21. El anarquista jubilado, Roberto Rubiano Vargas



Mariana Llano despierta con el ruido que viene del apartamento de arriba. Es un sonido acompasado que ya conoce. Que se repite dos o tres noches al mes. Es su vecina con el tipo del bmw, o con el del Renault, o con el del Audi. Tipos que la visitan sólo para tirar. El cric-cric de la cama se alarga por unos minutos y comienza a mezclarse con los gemidos de la profesora que van subiendo de decibeles hasta desembocar en un largo orgasmo. ¿La vecina habrá escuchado su orgasmo, un rato antes? Mariana sabe que no es muy escandalosa cuando hace el amor. Apenas suspira, o eso cree. Y su cama apenas cruje. En realidad no recuerda la manera como acaba de hacer el amor. Tiene la sensación de que fue agradable, muy agradable incluso, pero no mucho más. Vargas Vila gritó demasiado, como siempre… me vengo, me vengo… y ella sonreía porque se había venido hacía rato. Es su característica, si tirara con la vecina los escucharía en varias manzanas a la redonda. Serían el espectáculo auditivo del vecindario. Pero eso ya está atrás. Ahora siente la necesidad de que su vida continúe sin necesidad de que exista Vargas Vila.

El anarquista jubilado, Roberto Rubiano Vargas

domingo, 18 de septiembre de 2011

20. De sobremesa, José Asunción Silva



Una oleada poderosa de sensualismo me corre por todo el cuerpo, enciende mi sangre, entona mis músculos, da en mi cerebro relieve y color a las más desteñidas imágenes y hace vibrar interminablemente mis nervios al contacto de las más leves impresiones gratas. No es fuera de él, es en el fondo de mi espíritu donde está subiendo la savia, donde están cantando los pájaros, donde están reventando los brotes verdes, donde están corriendo las aguas, donde están aromando las flores, al recibir los besos tibios de la primavera. El amor ha hecho su nido en mi alma. ¡Músicas que flotáis en ella, líneas colores, olores, contactos, sensaciones de fuerza desbordante, sangre que me enciendes las mejillas, sueños que aleteáis en la sombra, delectación morosa que traes ante mí el voluptuoso cuadro de los placeres pasados y me hostigas con el recuerdo de sus punzantes delicias, todos vosotros bailáis un coro báquico, un saturnal en que los besos estallan, y los cuerpos se confunden y caen entrelazados sobre el césped amoroso y blando! ¡Helena! ¡Helena! ¡Tengo sed de todo tu ser y no quiero manchar los labios que no se posan en una boca de mujer desde que la sonrisa de los tuyos iluminó mi vida, ni las manos, impolutas de todo contacto femenino, desde que recogieron el ramo de rosas arrojado por tus manos! ¡Helena! ¡Ven, surge, aparécete, bésame y apacigua con tu presencia la fiebre sensual que me está devorando!

De sobremesa, José Asunción Silva

domingo, 11 de septiembre de 2011

19. Rosario Tijeras, Jorge Franco




Yo dejaba que fumara en mi cuarto. Nunca me pidió permiso pero yo la dejaba. Por la puerta entreabierta veía a Emilio, todavía desnudo, echado en la cama, saboreándose los últimos destemples del sexo. Ella se sentaba en la mía, únicamente con su camisetica, se recostaba en la pared, subía los pies y los cruzaba y soltaba muy despacio las bocanadas de humo, todavía con goticas de sudor sobre los labios. Me hacía cualquier pregunta tonta que yo a veces ni le contestaba porque sabía que no me oiría. No siempre hablaba. La mayoría de las veces se fumaba su cigarrillo en silencio y después se iba para la ducha. Y yo siempre, después de verla salir, buscaba el sitio de la sábana donde se había sentado para encontrar el regalo inmenso que siempre me dejaba: una manchita húmeda que pegaba a mi nariz, a mi boca, para saber a qué sabía Rosario por dentro.
 Rosario Tijeras, Jorge Franco

domingo, 4 de septiembre de 2011

18. Las puertas del infierno, José Luis Díaz Granados



Eugenia, que así se llamaba mi amiguita, me condujo a una alcoba sucia, sin adornos, maloliente. No había silla donde colocar la ropa, así que la pusimos en un rincón de la cama, que era un catre cubierto con una simple sábana y una cobija pequeña untada de semen reciente. Siempre inexpresiva, pero linda, simple, candorosa, se despojó del calzón, se acostó y se dispuso a recibirme. Yo rocé con la mía su mejilla fría y sentí el olor a perfumito barato y a jabón Lux. En dos ocasiones le pedí que pasáramos la noche completa. Con 300 pesos más, dijo. Mientras la removía, Eugenia observaba el cielorraso, eludiendo una y otra vez las tentativas de besos en su boca. Como en un soliloquio aprendido me refirió la historia de su niña de 6 meses, de cómo preparaba los teteros y la dejaba al cuidado de una hermanita pequeña. ¿Está sana? Pregunté. Sí, señor, yo me cuido mucho. Luego de unos minutos silenciosos, agregó: Para no tener críos hago el oginón. Nuevos instantes expectantes y otra vez la vocecita: Véngase, señor. Y yo me derramé deliciosamente dentro de una Eugenia complaciente a última hora. La vida, dijo Santa Teresa, es una mala noche en una mala pocilga.

Las puertas del infierno, José Luis Díaz Granados