lunes, 27 de junio de 2011

8.Tarzán y el filósofo desnudo, Rodrigo Parra Sandoval


Estábamos en mi estudio aunque en realidad parecía más ser el cuarto de trabajo del general Alejandro Munévar: las paredes totalmente cubiertas de libros, un escritorio de madera, una máquina de escribir, papeles, borradores de trabajos sin terminar, a medio corregir. Escuchábamos Lohengrin. Súbitamente Ofelia sacó de su baúl, el baúl que siempre ha tenido en su pieza de mujer casada, que perteneció primero al general y luego a Alicia, un viejo baúl reforzado con correas de cobre, cuatro cuadernos y un diario que tenían títulos en grandes letras: tres de ellos se llamaban Tiempo negro –uno contenía poemas bajo el mismo título–, un cuarto estaba conformado por mis ensayos filosóficos fallidos y el quinto era el diario de Ofelia. Daba la impresión de que todos se llamaban igual: Tiempo negro y de que en realidad constituían una sola obra. De esta manera me hacía yo parte de un extenso libro escrito a cinco manos por diferentes generaciones de una misma familia, cada uno continuado por otro escritor. Me sentí rama de un árbol, parte de una comunidad familiar cuyo dudoso destino era escribir y resolver la vida a pistoletazos.
Ofelia comenzó a arrancar las hojas de los cuadernos y los iba esparciendo en el suelo de madera, los tiraba al aire y fue así formando un colchón de papel. Cuando hubo terminado alzó los brazos como si fuera a volar, tomó su blusa por la espalda y la sacó, después subió una pierna y se quitó el zapato y la media rosada de algodón. Apareció un pie de mediano tamaño, bien formado, con un talón enrojecido por la concentración de sangre. Hizo lo mismo con el otro pie tratando de seguir la música de Lohengrin. Entonces entendí que había iniciado un striptease. ¿Intentaba unir el espíritu de su familia disperso en hojas por el suelo con el erotismo de su cuerpo en un afán por recobrar la unidad, la integración de la cultura y la biología?
En seguida Ofelia hizo disparar el cierre del corpiño y brotaron sus senos ofrecidos y esplendorosos, erguidos, de muchacha de quince años. Imitó sin éxito los movimientos provocativos de una cabaretera y fue poco a poco bajando los ceñidos pantalones hasta que apareció el endemoniado matorral entre las piernas. La ingenuidad de sus movimientos que intentaban mostrar una falsa experiencia, la obviedad de su provocadora inocencia de mujer y la terrible fascinación de su cuerpo desnudo sobre la deshojada cultura familiar me encendieron la hombría.
Rodamos desnudos por el suelo cubierto de papeles en acrobacias pasionales hasta que logré el cálido placer de la penetración y pude sentir el abundante manar de sus aguas que erotizaban mis ensayos filosóficos, la guerrera historia de general Alejandrino Munévar, la inescrutable osadía de Alicia, el diario de Ofelia y los misteriosos poemas: ahora esos lánguidos escritos estaban definitivamente impregnados de pasión, olían a pasión, llevaban dentro de ellos el fuego de una pasión. Olían a pasión, llevaban dentro de ellos el fuego de una pasión. ¿Es así como debe escribirse, con sudor de abrazos, con gemidos de coito, con abluciones sexuales, con secreciones de la biología sobre la cultura?

Tarzán y el filósofo desnudo, Rodrigo Parra Sandoval

viernes, 24 de junio de 2011

7. Cien años de soledad, Gabriel García Márquez



Fueron a la carpa de ella, donde se besaron con una ansiedad desesperada mientras se iban quitando la ropa. La gitana se deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje almidonado, de su inútil corset alambrado, de su carga de abalorios, y quedó prácticamente convertida en nada. Era una ranita lánguida, de senos incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a los brazos de José Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que compensaban su fragilidad. Sin embargo, José Arcadio no podía responderle porque estaban en una especie de carpa pública, por donde los gitanos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban sus asuntos, y hasta se demoraban junto a la cama a echar una partida de dados. La lámpara colgada en la vara central iluminaba todo el ámbito. En una pausa de las caricias, José Arcadio se estiró desnudo en la cama, sin saber qué hacer, mientras la muchacha trataba de alentarlo. Una gitana de carnes espléndidas entró poco después acompañada de un hombre que no hacía parte de la farándula, pero que tampoco era de la aldea, y ambos empezaron a desvestirse frente a la cama. Sin proponérselo, la mujer miró a José Arcadio y examinó con una especie de fervor patético su magnífico animal en reposo
–Muchacho –exclamó–, que Dios te la conserve.
La compañera de José Arcadio les pidió que los dejaran tranquilos, y la pareja se acostó en el suelo, muy cerca de la cama. La pasión de los otros despertó la fiebre de José Arcadio. Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo. Pero soportó el impacto con una firmeza de carácter y una valentía admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo hacia un estado de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató en un manantial de obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los oídos y le salían por la boca…

Cien años de soledad, Gabriel García Márquez

miércoles, 22 de junio de 2011

6. Destinitos fatales, Andrés Caicedo


Caminamos sin conversar hasta que llegamos a la orilla del Río Cali, y allí fue donde me besó por primera vez, y yo tuve que atajarlo para que no fuera tan rápido porque podía venir gente, ¿no? Cómo que rápido, si antes es que nos estamos demorando mucho, y diciendo eso me besaba en la nuca y éste era el momento que había esperado y comencé a acariciarle el estómago como yo únicamente lo sé hacer. No sé cómo hizo, pero allí mismo me metió una zancadilla del tamañoe Cali, y fui a dar al suelo de lo más feo y ya lo tenía encima, y todo eso sin ver si venía gente. Pero yo no quise pensar en nada, pues todo iba muy bien y muy rico hasta que él metió la mano debajo de mi falda sin que yo pudiera evitarlo. Entonces quedó paralizado. Pero antes de que yo reaccionara me levantó agarrándome de los hombros y me arrancó la blusa y sacó los papeles y los algodones gritando que su vida era la vida más puta de todas las vidas, y dándome patadas en los testículos y en la cabeza hasta que se cansó.

Destinitos fatales, Andrés Caicedo

lunes, 20 de junio de 2011

5. Sin remedio, Antonio Caballero


La sentía alzarse cuando él se retiraba, gemir, ceder cuando empujaba, succionarlo hacia ella como haciendo vacío con el fondo más hondo de su sexo, sentía el anillo caliente de su carne, elástico y cerrado en torno a él, tirando hacia adentro de su palpitación de carne, más hondo todavía, hasta donde ya no era posible entrar más adelante, y ella se abría más y más todavía hasta donde ya no era posible abrirse, y estando ya en su fondo sentía que le hacían falta más abrazos de carne, más miembros largos, duros, flexibles, para poder entrar en ella también por todas partes y sentirla atrapada en él como él en ella, sellada y sin junturas, exhausta y jadeante y abriéndose todavía más bajo su empuje para permitirle llegar hasta el latido de su corazón, y más adentro, hasta el escondido palpitar de su alma. Se sentía clavado en ella, se sentía hundido en su fondo como un enorme pez, como una bestia ciega respirando, suspirando, descansando un momento para seguir más adelante por el túnel sin fondo. Y de pronto escuchó su propia voz contra el rostro de Ángela y su jadeo, y que toda su fuerza estallaba en una tromba hirviente en el fondo de Ángela, en golpes espasmódicos de su respiración, reventando en lo más hondo y oscuro y caliente de Ángela en chorros de violencia que iban todavía más allá, a donde él no había conseguido llegar, y se estrellaban allá lejos en paredes ocultas, calientes y curvadas que se cerraban y se aflojaban y expandían y se abrían y volvían a cerrarse como esclusas mientras junto a su cara la cara de Ángela gritaba y la suya gritaba, abiertas las dos bocas enfrentadas en un grito que más bien era un jadeo y una falta de aire y un boquear convulsivo de pez fuera del agua, recién pescado, dando terribles saltos espasmódicos y dejando escapar la vida entera por la boca a golpes. Se derrumbó encima de Ángela.

Sin remedio, Antonio Caballero

sábado, 18 de junio de 2011

4. Después de todo, Piedad Bonnett


Ahora es Ana la que se muestra, como si quisiera lucir su cuerpo imperfecto, la que toma la iniciativa, la que experimenta nuevas formas del amor. Desliza su lengua en la oreja, penetra en ella como un caracol, siente su sabor amargo, besa el cuello que huele a piel y sólo a piel, busca la axila y la escruta con la punta de la nariz, como un sabueso, lame los vellos rubios del pecho con los ojos velados, mientras su mano, pequeña trepadora, busca el sexo, sintiendo subir sus mareas, el borboteo de hormigas que inflaman su vértice. De repente, un deseo tiránico la domina: quiere que aquel cuerpo poderoso se doblegue, se haga dócil, sea su esclavo. Sus gestos ahora son órdenes, sus caricias se hacen extrañamente crueles, los de una domadora que ama y castiga a su bestia. Martín, que siempre sintió en el cuerpo de Ana la docilidad apasionada del abandono, se sorprende de su dulce rudeza, de sus movimientos de vértigo. Por un momento, su brío masculino parece detenerse, entrar en un limbo de desconcierto. Sin embargo, la agresiva ternura domestica su cuerpo, lo desarma, lo convierte en su objeto. Ve el rostro transfigurado, los ojos líquidos, que ya no miran, y le parece que está con una desconocida, con una hermosa mujer nueva, y siente que se renueva el deseo. La besa, tocando el cielo de su boca, apretando la lengua contra la dura superficie de los dientes. 

Después de todo, Piedad Bonnett

viernes, 17 de junio de 2011

3. Perder es cuestión de método, Santiago Gamboa





El vigilante del bar Lolita lo reconoció de inmediato y le abrió la puerta. Silanpa entró y caminó hasta la barra.
 Un whisky. No, mejor un ron.
En las mesas había mujeres solas que lo miraban entre bostezos. Era jueves, once de la noche. Pocos clientes venían a esas horas.
Y Quica? ­  le preguntó al barman.
 Está en la cocina. ¿Se la llamo?
Silanpa asintió, se sentó en una mesa y un minuto después la joven vino a su lado.
 Vino antes de tiempo, papito. Le dije que el viernes.
Silanpa la miró sin hablar.
 Huy, la cosa parece grave. ¿Puedo pedir un vino?
 Pida lo que quiera.
Tenía un vestido de baño rosado. Las nalgas se le marcaban y el vientre duro le resaltaba la cintura. Silanpa bebió de un trago el ron y pidió otro.
 Cuánto por subir al cuarto.
 Ocho mil.
 Vamos.
Le hizo seña al barman para que le sirviera un último ron doble.
Avanzaron por un corredor hasta el reservado número 6. Al llegar Quica se fue al baño.
 Acuéstese ahí. La ropa puede colgarla en esa percha.
La vio perderse detrás de la puerta. Se quitó los zapatos, la camisa y el pantalón. La esperó en calzoncillos.
Quica vino desnuda y se recostó junto a él dejando ver un espléndido trasero lleno de lunares.
 ¿Quiere que le haga algo o se sube ya?
 Me da lo mismo.
El techo da vueltas sobre su cabeza. Un bombillo colgado de un cordón eléctrico atraía el vuelo de las polillas y las moscas. Siguió bebiendo y se dio cuenta de que Quica ya estaba sobre él, moviéndose con fuerza. La veía como detrás de un vidrio.
 Eso le pasa por tomar tanto.
 No importa, me gustó igual.
En la barra siguió tomando rones, uno tras otro. Pasadas las tres de la mañana recostó la cabeza sobre el mostrador y así se quedó. No se dio cuenta de nada, no oyó los reclamos del propietario ni sintió las garras del portero levantándolo en vilo, sacándolo al frío de la calle y depositándolo en el andén.

Perder es cuestión de método, Santiago Gamboa

jueves, 16 de junio de 2011

2. Satanás, Mario Mendoza



El padre Ernesto, que ha estado de rodillas rezando durante cerca de media hora, se levanta, se da la bendición y abre la puerta de su cuarto para acercarse al despacho de la casa cural. Irene, la joven encargada del aseo y de la cocina, le dice en el corredor:
-La señora Esther ya lo está esperando en el despacho.
-Gracias, Irene -contesta el padre apretando el paso, y por un momento sus ojos se detienen en el cuerpo esbelto y voluptuoso de la joven.

***
La muchacha se levanta el camisón hasta el ombligo, introduce la mano entre unos calzones pequeños e insinuantes, y se acaricia el sexo con los dedos de la mano derecha.
-Necesito un hombre, padre -la voz vuelve a ser la de una jovencita delicada.
-Para, no más -dice el sacerdote con la voz agitada.
Ella saca la mano y estalla en una carcajada grotesca.
-Yo sé quién eres, puerco -sigue diciendo la misma voz.
-No sé de qué hablas -afirma el sacerdote mareado, con arcadas en el estómago, trastornado.
-¿El pedacito de carne que tienes entre las piernas te da trabajo, eh?
-Cállate.
-Por ahí ofendes tu fe, ¿ah?... Marranito lujurioso...
-Que te calles, dije.
-Arrechito…


***
El padre Ernesto no aguanta más y se abalanza sobre ella cubriéndola de besos, jadeando, oliendo como un animal el aroma juvenil que despide el cuerpo de Irene. Se desviste rápido, apresuradamente, y se echa sobre ella para seguirla besando, para tocarle los senos por debajo de la camiseta, para sentir esos muslos sin un vello restregarse con suavidad contra sus piernas. Ella coloca las manos en la espalda de él y responde a sus caricias con unos quejidos entrecortados, retirándolo de vez en cuando para tomar bocanadas de aire y para evitar la presión constante en el pecho y el esternón.
-Irene…
Siente su miembro erecto aprisionado entre los dos vientres, excitado, a punto de estallar. Se hace a un lado y decide acariciar el sexo de Irene con el dedo, introduciéndolo entre los labios de la vagina poco a poco, de arriba abajo, rítmicamente, cuidándose de no hacerle daño. Los gemidos de ella van en aumento, multiplicándose, haciéndose cada vez más intensos y prolongados. Sus dedos se frotan contra el vello púbico de la muchacha, como si estuviera pasando la mano por encima del pelo hirsuto de un animal agreste y salvaje. Al fin Irene estalla en un alarido de placer, tiembla por unos segundos y se queda quieta, con los ojos cerrados, inmóvil, como si acabara de morirse.


***
El padre Ernesto la retira un poco y vuelve a subirse encima de ella, le quita la camiseta, le besa los labios y las mejillas, y le dice al oído:
-Abre las piernas.
Irene separa los muslos y lo abraza con fuerza. El sacerdote la penetra con lentitud, cogiéndose el pene y ayudándolo a pasar por entre los labios temblorosos de la vagina, con delicadeza, sin ningún tipo de brusquedad.
-Estás empapada.
Ella siente el pene bien adentro, hasta el fondo, y dice en voz alta, con la boca jugosa y la espalda atravesada por corrientazos eléctricos:
-Ay, mi amor, qué rico…
Él comienza a mover el miembro hacia adentro y hacia fuera, subiendo las caderas y bajándolas en una cadencia irregular, unas veces con ímpetu y soltura, y otras con una lentitud pasmosa, reteniendo el semen para prolongar el placer.
El padre Ernesto deja los ojos entrecerrados y recuerda sus años en el seminario, los tormentos de la carne, la masturbación nocturna para apaciguar, aunque fuera momentáneamente, ese deseo constante de tener un cuerpo de mujer junto al suyo.

Satanás, Mario Mendoza





miércoles, 15 de junio de 2011

1. Basura, Héctor Abad Faciolince



Todo esto estuvo mirando Esteban, y empezó su acercamiento chupándole y soplándole con intensidad, como el pico de un clarinete, el dedo provisto de anillo con cuádruple piedra. Después se besaron tendidos en la cama y Débora dejó que el clarinetista deshiciera el broche de sus sostenes a la espalda, dejó que le bajara el cierre del vestido y el vestido mismo hasta descubrir el ombligo. Luego el clarinetista bajó también una mano hasta su vientre y ella hizo lo propio. Se tocaron un rato, pero no siguieron adelante. Débora, de repente, se acordó del cojo de su marido, sintió lástima, un último rezago de culpa, quiso volver al patio.