sábado, 18 de junio de 2011

4. Después de todo, Piedad Bonnett


Ahora es Ana la que se muestra, como si quisiera lucir su cuerpo imperfecto, la que toma la iniciativa, la que experimenta nuevas formas del amor. Desliza su lengua en la oreja, penetra en ella como un caracol, siente su sabor amargo, besa el cuello que huele a piel y sólo a piel, busca la axila y la escruta con la punta de la nariz, como un sabueso, lame los vellos rubios del pecho con los ojos velados, mientras su mano, pequeña trepadora, busca el sexo, sintiendo subir sus mareas, el borboteo de hormigas que inflaman su vértice. De repente, un deseo tiránico la domina: quiere que aquel cuerpo poderoso se doblegue, se haga dócil, sea su esclavo. Sus gestos ahora son órdenes, sus caricias se hacen extrañamente crueles, los de una domadora que ama y castiga a su bestia. Martín, que siempre sintió en el cuerpo de Ana la docilidad apasionada del abandono, se sorprende de su dulce rudeza, de sus movimientos de vértigo. Por un momento, su brío masculino parece detenerse, entrar en un limbo de desconcierto. Sin embargo, la agresiva ternura domestica su cuerpo, lo desarma, lo convierte en su objeto. Ve el rostro transfigurado, los ojos líquidos, que ya no miran, y le parece que está con una desconocida, con una hermosa mujer nueva, y siente que se renueva el deseo. La besa, tocando el cielo de su boca, apretando la lengua contra la dura superficie de los dientes. 

Después de todo, Piedad Bonnett

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