sábado, 20 de agosto de 2011

16. El Eskimal y la Mariposa, Nahum Montt





Con aire fatigado, la mucama del Zulia los condujo por los peldaños alfombrados hasta el tercer piso. Caminaron entre jarrones con flores artificiales y figuras de madera en variedad de tamaños de un anciano descalzo, con bastón en mano y mochila en la espalda, inclinado en actitud mendicante.
La mucama abrió la puerta de placa 304 y los hizo seguir. Coyote pagó y ella le entregó la boleta de salida; se marchó dejando atrás una sonrisa cansada.
Por un momento se contemplaron en los espejos de las paredes.
La habitación tenía un tapete grueso de color rojo y olía a ambientador de fresa. Coyote guardó la maleta debajo de la cama y rozó con los dedos la figura de una llama con las piernas largas y las orejas levantadas del cubrelecho.
Mayra abrió su bolso y le entregó una bolsa con frasquitos color caramelo.
–Para la buena suerte. Te recomiendo éste –y le alcanzó uno de los frascos–. Se llama “Esencia de Narciso Negro”.
Coyote agradeció el detalle, miró los frascos y puso la bolsa negra sobre la mesa de noche. Prendió el televisor y buscó el canal porno de la residencia. Mayra dijo:
–Bésame.
Coyote inclinó el rostro hacia ella, pero ella no se movió y se quedó como estaba, levemente apartada por la cintura, mirándolo. Coyote besó su cuello y se estremeció por el más amargo sabor que había probado jamás en su vida.
–No –dijo Mayra.
–¿Qué es?
–Sábila. Espera un momento.
Entró al baño y Coyote escuchó la regadera. En la televisión, una escena inverosímil y grotesca que generaba más asco que excitación. Apagó el televisor y también la luz de la habitación. El radio-reloj dejaba escapar un ruido seco al cambiar la tableta de los minutos. Sintonizó la emisora; la letra de la abalada hablaba de palabras que reemplazaban las acciones, de palabras tan profundas que eran capaces de llevar a los besos, de llevar hasta el fin del fin.
Hizo la llamada.
–Ya no es a las 6:45, sino a las 9:15 –dijo don Luis al otro lado de la línea–. Ya todos saben.
–Confirmado –dijo Coyote.
–Confirmado. Insisto en lo de la radio, para que te orientes.
La guitarra se apagó lánguidamente y dio paso a un coro más alegre, más festivo. Mayra salió con el cuerpo húmedo envuelto en una toalla. La luz del baño proyectaba su penumbra en la habitación.
Se acostó en la cama y lo rodeó con sus brazos, se abandonó como sólo las mujeres saben hacerlo, empleando las manos para apretar su cara contra la de él, hasta que dejó de necesitarlas. Con suavidad arrastró su mano hacia la densidad de su pubis. Dejó que la reconociera con aquel pulso seguro y fingió calma, mientras pudo, como si luchara contra una resistencia interior.
Luego se lanzó sobre él y comenzó a hablar en una lengua oscura de guerra, soltando gemidos repulsivos, mezclados con obscenidades innombrables. La cama se hizo más dura y pareció un nicho de ladrillos. Se soltó y Coyote la volvió a ver. Mientras lo desnudaba, lo miraba con aquellos ojos negros e impenetrables, observándolo ahora con su rostro inclinado, apoyándose con el codo y el puño.
Levantó los brazos casi con el mismo ademán de cuando lo rodeó con ellos, como si repitiera el vacío y ceremonioso gesto de prometerlo todo, para que Coyote no la olvidara jamás, flexionando los codos y las piernas hacia adentro, mientras llevaba sus manos a su nuca y espalda.
Los ojos de Mayra se llenaron de luz, de una extraña mezcal de humildad, orgullo herido y miedo inocente. La abrazó y su olor a yerbas y frutas lo envolvió. Sus hombros se estremecieron y le pareció que un suspiro involuntario iba a brotar de sus labios; en cambio, soltó una carcajada ronca y vulgar en la que ni su malicia ni su fealdad participaban.
Después la confusión de siempre. Los cuerpos se arquearon mientras la tenue luz del baño daba forma a esa habilidad inagotable, esa sabiduría virginal manifiesta en la sagacidad de aquellos músculos secretos; guiando y dominando los movimientos aletargados de Mayra, retrocediendo y agitándose, gimiendo y suspirando, sin mirarse, sin hablar; los dos, como si corrieran veloces a través de la oscuridad.

El Eskimal y la Mariposa, Nahum Montt



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