domingo, 14 de agosto de 2011

15. Espárragos para dos leones, Alfredo Iriarte



Se inició entonces la época más plena y venturosa en la vida de Metafrasto. Más tardó don Serapio en darle las indicaciones mínimas que el rijoso jovenzuelo en lanzarse a recorrer los senderos de los inmensos predios paternos en ejercicio de esta novedosa cetrería. El día de su primera excursión como bisoño cinegista erótico, Metafrasto no tuvo que andar mucho para cobrar la primera presa, con la que el mozuelo puso en evidencia la torpe chapucería que es propia de todos los catecúmenos en contiendas de este jaez. Cuando bordeaba con paso veloz una extensa sementera de papa en la hacienda de Mongua, el mayorazgo de don Serapio avizoró una garrida mestiza que parecía venir a su encuentro y que lucía gargantilla escarlata. Cuando estuvieron más cerca el uno del otro, la rústica le sonrió con timidez. Él vaciló unos instantes. No podía huir. Por su padre sabía que los desertores del sexo son más cobardes y despreciables que los de la guerra. Entonces arremetió con la irracionalidad de un novillo. Trincó a la mujercita, la asió por una trenza negra y lustrosa que le colgaba hasta la cintura, la derribó en tierra, le alzó las polleras, aspiró con deleite la fragancia de albahaca y yerbabuena que afloró de inmediato, se desabotonó la bragueta, estoqueó a su víctima, y sin descalzarse las botas ni bajarse los calzones, le echó un polvo de emergencia en el que fueron más los jadeos y los chillidos que el disfrute. Al término de la brevísima refriega el joven Esparragoza, acaso un tanto contrito por la brutalidad de sus métodos, le removió tiernamente a la moza los pegotes de humus que le habían quedado adheridos en el culo, le preguntó el nombre de su padre, le prometió enviarle cuanto antes una linda marrana preñada de regalo y se despidió de ella con afecto.

Espárragos para dos leones, Alfredo Iriarte

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