No es fácil reconstruir paso a paso los hechos ni evocar los días que la muchacha vivió en la mansión. Lo cierto es que entró a formar parte de la casa y comenzó a tejer la red que los llevaría a todos al desastre, sin darse cuenta de ello, pero con la inconsciencia de quien se sabe parte de un complicado y ciego mecanismo que gobierna cada hora de la vida.
Durante dos noches durmió en el mismo cuarto con la Machiche. Luego resolvió irse a dormir con el piloto, cuya cordialidad fácil le atraía y cuyas historias de países visitados durante una sola noche le sedujeron en extremo. Cuando, a pesar de las caricias interminables que la dejaban en una cansada excitación histérica, el piloto no pudo poseerla, lo dejó y se fue a dormir sola a un cuarto del segundo patio, contiguo a una habitación que usaba el fraile como cuarto de estudio. No tardaron los dos en hacer una amistad construida de sincero afecto y de una sorda y profunda comprensión de la carne. El fraile la desnudaba en su estudio y hacían el amor en los desvencijados sillones de cuero o sobre una vasta mesa de biblioteca llena de papeles y revistas empolvadas.
Al fraile le encantaba la franca y directa disposición de la muchacha para mantener sus relaciones al margen de la pasión y a ella le seducía la serena y sólida firmeza del fraile para evitar todo rasgo infantil, banal o simplemente débil, comunes a toda relación entre hombre y mujer. Copulaban furiosamente y conversaban en amistosa y serena compañía.
Fue el dueño, Don Graci, quien, con la envidia de los invertidos y la gratuita maldad de los obesos, incitó al sirviente en secreto para que sedujera a la muchacha y se la quitara al fraile. En efecto, el negro la esperó un día cuando ella iba a bañarse en una de las acequias que cruzaban los naranjales. Tras un largo y doliente ronroneo la convenció de que se le entregara. Ese día la joven probó la impaciente y antigua lujuria africana hecha de largos desmayos y de violentas maldiciones. Desde ese día acudió como sonámbula a las citas en la huerta y se dejaba hacer del sirviente con una mansedumbre desesperanzada. Le contó al fraile lo sucedido y éste siguió siendo su amigo pero nunca más la llevó al estudio. No obró así a causa del miedo o la prudencia, sino por cierto secreto sentido del orden, por una determinada intuición de equilibrio que lo llevaba a colocarse al margen de un caos que anunciaba la aniquilación y la muerte.
La Machiche, al comienzo, se hizo la desentendida sobre las nuevas relaciones de la joven y nada dijo. Seguía acostándose con el negro cuando lo necesitaba y por entonces traía un deseo creciente de seducir de nuevo al guardián, quien la había dejado hacía ya varios años y nunca más le prestara atención. Mientras la Machiche se interesó en el soldado las cosas transcurrieron en forma tranquila. Pero una reprimenda del mercenario al sirviente vino a romper esa calma. La mutua antipatía entre los dos era evidente.
Una noche en que el guardián esperaba a la Machiche ésta no acudió a la cita. Por un oportuno comentario de Don Graci durante el desayuno al día siguiente, el guardián se enteró que aquélla había dormido con el sirviente. Durante el día no faltó ocasión para que se encontraran los dos y a una orden cortante y cargada de desprecio del soldado, el negro se le echó encima ciego de furia. Dos certeros golpes dieron con el sirviente en tierra y el guardián siguió su ronda como si nada hubiera sucedido.
Esa noche le dijo a la Machiche que no quería nada con ella, que no aguantaba más la peste de negro que despedía en las noches y que su blanco cuerpo de mujerona de puerto ya no despertaba en él ningún deseo. La Machiche rumió varios días el desencanto y la rabia hasta cuando encontró en quién desfogarlos impunemente. Puso los ojos en la muchacha, le achacó para sus adentros toda la culpa de su fracaso con el guardián y se propuso vengarse de la joven.
El primer paso fue ganarse su confianza y para ello no encontró la menor dificultad. Ángela vivía un clima de constante excitación; su fracaso con el piloto, su truncada relación con el fraile y los violentos y esporádicos episodios con el sirviente, la habían dejado presa de un inagotable deseo siempre presente y sugerido por cada objeto, por cada incidente de su vida cotidiana. La Machiche percibió el estado de la joven. La invitó a compartir de nuevo su cuarto con palabras amables y con cierta complicidad entre mujeres. La muchacha aceptó encantada.
Un día que comparaban, antes de acostarse, algunas proporciones y circunstancias de sus cuerpos, la Machiche comenzó a acariciar los pechos de la joven con aire distraído y ésta, sin hallar escape a la creciente excitación, se quedó en silencio dejando hacer a la experta ramera. La Machiche comenzó a besarla y la llevó lentamente a la cama y allí le fue indicando, con ademanes seguros y discretos, el camino para satisfacer su deseo. La ceremonia se repitió varias noches y Ángela descubrió el mundo febril del amor entre mujeres.
No tardó Don Graci en conocer el asunto, por algunas frases dejadas caer por la Machiche, y el dueño empezó a invitar a las dos mujeres a participar en sus abluciones, con prescindencia de los demás habitantes de la mansión. Largas horas duraba el baño del frenético trío. Don Graci presidía los episodios entre las dos hembras y gustaba de hacer indicaciones, llegado el momento, para participar desde la neutralidad de sus años en los espasmos de la joven. Esta se aficionó a la Machiche cada día con mayor violencia y la mujer la dejaba avanzar en el desorden de un callejón sin salida, al que la empujaba el desviado curso de sus instintos.
Cuando la Machiche comprobó que Ángela estaba por completo en su poder y sólo en ella encontraba la satisfacción de su deseo, asestó el golpe. Lo hizo con la probada serenidad de quien ha dispuesto muchas veces de la vida ajena, con el tranquilo desprendimiento de las fieras.
Una noche se acercó la muchacha a su cama mientras ella hojeaba una revista. Ángela empezó a besarle las espesas y desnudas piernas, mientras la Machiche se abstraía en la lectura o simulaba hacerlo. La mujer permaneció indiferente a las caricias de la joven, hasta cuando ésta se dio cuenta de la actitud de su amiga.
“¿Estás cansada ?” -le preguntó con un leve tono de queja en la voz.
“Sí estoy cansada” -respondió la otra cortante.
“¿Cansada solamente o cansada de mí?” -inquirió la muchacha con ese insensato candor de los enamorados, que se precipitan por sí solos en los mayores abismos por obra de sus propias palabras.
“La verdad chiquita es que estoy cansada de todo esto” -comenzó a explicar la Machiche con una voz neutra que penetraba dolorosamente en los sentidos de Ángela-. “Al principio me interesaste un poco y cuando Don Graci nos invitó a bañarnos con él, no tuve más remedio que aceptar. Ya sabes, él nos sostiene a todos y no me gusta contrariarlo. Pero yo soy una mujer para machos, chiquita. Necesito un hombre, estoy hecha para los hombres, para que ellos me gocen. Las mujeres no me interesan, me aburren como amigas y me aburren en la cama y mas tú que estás tan verde todavía. Ya Don Graci no nos llama para bañarse con nosotras, también él se debió aburrir de vernos hacer siempre lo mismo. Vamos a dejar todo esto por la paz, chiquita. Pásate a tu cama y duérmete tranquila. Yo lo que necesito es un macho, un macho que huela y grite como macho, no una niñita que chilla como un gato enfermo. Vamos… a dormir”.
Ángela, al comienzo, pensó en alguna burla siniestra; pero el tono y las palabras de la mujerona se ajustaban tan estrictamente a la verdad que bien pronto se dio cuenta de que la Machiche estaba hablando con irremediable seriedad. Se aterró al pensar que nunca más harían juntas el amor, rechazó la idea como imposible, pero ésta tornó a imponerse como un presente irrevocable. Fue como sonámbula hacia su lecho, se acostó y comenzó a llorar en forma persistente, inagotable, desolada. La Machiche se durmió arrullada por el llanto de Ángela y reconfortada en el fresco sabor de la venganza.
A la mañana siguiente el guardián entró temprano al cuarto de los aparejos y encontró el cuerpo de Ángela colgando de una de las vigas. Se había ahorcado en la madrugada subiéndose a una silla que arrojó con los pies luego de amarrarse al cuello una recia soga.