martes, 15 de noviembre de 2011

25. Ibis, José María Vargas Vila


Y, se estableció entre ellos una ligazón culpable y ardiente, durante la cual fatigaron el placer hasta el espasmo, el goce hasta la locura, la voluptuosidad hasta el dolor, el vicio hasta la crápula.
Jugaron a la comedia del Amor, en las rabias carnales del placer, fatigaron el cántico en las estrofas del beso, y vibraron como cuerdas afinadas de un salterio, sus cuerpos enloquecidos en las noches afrodisias.
La poseyó, vestida con la sola belleza de sus formas, sació sus ojos y sus deseos, en las cegadoras esplendideces de sus carnes jóvenes y gloriosas, cubiertas como una flor de histeria mística, por los rojos estígmatas del deseo inapagable.
Vertió el vino en el ánfora vacía.
Saboreó el gusto de la muerte, en los labios de la vida; y, aprendió esta verdad de la Escritura, que: Hay tres cosas insaciables, y una cuarta, que no dicen nunca: Basta. El infierno, el fuego y la mujer: la tierra que bebe alterada.
Ella era como la mujer amada de los siete espíritus, que tortura y mata al hombre, al decir del Eclesiastés; era ardiente como venida del desierto, escapada a las caricias de leones y leopardos, incansable como la yegua árabe del Faraón, de que nos habla la Biblia, y sumisa al placer como la hembra del hebreo, con la argolla en la nariz.
Irreprochablemente lúbrica, como Ruth, ella inició al adolescente en los ocultos misterios de la liturgia fálica, en las frondas obscuras, en los laberintos densos donde florece el beso culpable, y en una visión de Edén se oye el canto de Afrodita; tiembla la estrella de Venus sobre las carnes desnudas, y titilan las estrellas sobre los cuerpos ardientes, por las horas de un contacto interminable.
La tempestad rompió ese idilio, y, ¡él fue aventado lejos, muy lejos!