domingo, 25 de septiembre de 2011

21. El anarquista jubilado, Roberto Rubiano Vargas



Mariana Llano despierta con el ruido que viene del apartamento de arriba. Es un sonido acompasado que ya conoce. Que se repite dos o tres noches al mes. Es su vecina con el tipo del bmw, o con el del Renault, o con el del Audi. Tipos que la visitan sólo para tirar. El cric-cric de la cama se alarga por unos minutos y comienza a mezclarse con los gemidos de la profesora que van subiendo de decibeles hasta desembocar en un largo orgasmo. ¿La vecina habrá escuchado su orgasmo, un rato antes? Mariana sabe que no es muy escandalosa cuando hace el amor. Apenas suspira, o eso cree. Y su cama apenas cruje. En realidad no recuerda la manera como acaba de hacer el amor. Tiene la sensación de que fue agradable, muy agradable incluso, pero no mucho más. Vargas Vila gritó demasiado, como siempre… me vengo, me vengo… y ella sonreía porque se había venido hacía rato. Es su característica, si tirara con la vecina los escucharía en varias manzanas a la redonda. Serían el espectáculo auditivo del vecindario. Pero eso ya está atrás. Ahora siente la necesidad de que su vida continúe sin necesidad de que exista Vargas Vila.

El anarquista jubilado, Roberto Rubiano Vargas

domingo, 18 de septiembre de 2011

20. De sobremesa, José Asunción Silva



Una oleada poderosa de sensualismo me corre por todo el cuerpo, enciende mi sangre, entona mis músculos, da en mi cerebro relieve y color a las más desteñidas imágenes y hace vibrar interminablemente mis nervios al contacto de las más leves impresiones gratas. No es fuera de él, es en el fondo de mi espíritu donde está subiendo la savia, donde están cantando los pájaros, donde están reventando los brotes verdes, donde están corriendo las aguas, donde están aromando las flores, al recibir los besos tibios de la primavera. El amor ha hecho su nido en mi alma. ¡Músicas que flotáis en ella, líneas colores, olores, contactos, sensaciones de fuerza desbordante, sangre que me enciendes las mejillas, sueños que aleteáis en la sombra, delectación morosa que traes ante mí el voluptuoso cuadro de los placeres pasados y me hostigas con el recuerdo de sus punzantes delicias, todos vosotros bailáis un coro báquico, un saturnal en que los besos estallan, y los cuerpos se confunden y caen entrelazados sobre el césped amoroso y blando! ¡Helena! ¡Helena! ¡Tengo sed de todo tu ser y no quiero manchar los labios que no se posan en una boca de mujer desde que la sonrisa de los tuyos iluminó mi vida, ni las manos, impolutas de todo contacto femenino, desde que recogieron el ramo de rosas arrojado por tus manos! ¡Helena! ¡Ven, surge, aparécete, bésame y apacigua con tu presencia la fiebre sensual que me está devorando!

De sobremesa, José Asunción Silva

domingo, 11 de septiembre de 2011

19. Rosario Tijeras, Jorge Franco




Yo dejaba que fumara en mi cuarto. Nunca me pidió permiso pero yo la dejaba. Por la puerta entreabierta veía a Emilio, todavía desnudo, echado en la cama, saboreándose los últimos destemples del sexo. Ella se sentaba en la mía, únicamente con su camisetica, se recostaba en la pared, subía los pies y los cruzaba y soltaba muy despacio las bocanadas de humo, todavía con goticas de sudor sobre los labios. Me hacía cualquier pregunta tonta que yo a veces ni le contestaba porque sabía que no me oiría. No siempre hablaba. La mayoría de las veces se fumaba su cigarrillo en silencio y después se iba para la ducha. Y yo siempre, después de verla salir, buscaba el sitio de la sábana donde se había sentado para encontrar el regalo inmenso que siempre me dejaba: una manchita húmeda que pegaba a mi nariz, a mi boca, para saber a qué sabía Rosario por dentro.
 Rosario Tijeras, Jorge Franco

domingo, 4 de septiembre de 2011

18. Las puertas del infierno, José Luis Díaz Granados



Eugenia, que así se llamaba mi amiguita, me condujo a una alcoba sucia, sin adornos, maloliente. No había silla donde colocar la ropa, así que la pusimos en un rincón de la cama, que era un catre cubierto con una simple sábana y una cobija pequeña untada de semen reciente. Siempre inexpresiva, pero linda, simple, candorosa, se despojó del calzón, se acostó y se dispuso a recibirme. Yo rocé con la mía su mejilla fría y sentí el olor a perfumito barato y a jabón Lux. En dos ocasiones le pedí que pasáramos la noche completa. Con 300 pesos más, dijo. Mientras la removía, Eugenia observaba el cielorraso, eludiendo una y otra vez las tentativas de besos en su boca. Como en un soliloquio aprendido me refirió la historia de su niña de 6 meses, de cómo preparaba los teteros y la dejaba al cuidado de una hermanita pequeña. ¿Está sana? Pregunté. Sí, señor, yo me cuido mucho. Luego de unos minutos silenciosos, agregó: Para no tener críos hago el oginón. Nuevos instantes expectantes y otra vez la vocecita: Véngase, señor. Y yo me derramé deliciosamente dentro de una Eugenia complaciente a última hora. La vida, dijo Santa Teresa, es una mala noche en una mala pocilga.

Las puertas del infierno, José Luis Díaz Granados