sábado, 27 de agosto de 2011

17. Las estrellas son negras, Arnoldo Palacios


Irra se sentó al borde del catre. La mujer seguía acostada, el traje arriba de las rodillas. Él empezó a desvestirse y poner la ropa sobre un asiento de madera. ¿Por qué había temblado él tanto aquel día? Al fin se echó sobre la mujer. Pero ella no quiso desnudarse totalmente como él hubiera querido. Él deseó observarla desnuda de pies a cabeza. Observar una mujer desnuda, cuidadosamente. Pero ella sólo accedió a arregazarse el traje hasta la cintura. ¡Gach! No entendía cómo él había llegado a besar esa cara barrosa, salada de sudor. Él besó en la boca a aquella perra sucia, enfermiza; aquella paisa plagada de piojos… Pero él no estuvo mucho tiempo encima de aquella mujer… Instantes después ella le dijo que bajara…; que ya había pasado el tiempo.

Las estrellas son negras, Arnoldo Palacios

sábado, 20 de agosto de 2011

16. El Eskimal y la Mariposa, Nahum Montt





Con aire fatigado, la mucama del Zulia los condujo por los peldaños alfombrados hasta el tercer piso. Caminaron entre jarrones con flores artificiales y figuras de madera en variedad de tamaños de un anciano descalzo, con bastón en mano y mochila en la espalda, inclinado en actitud mendicante.
La mucama abrió la puerta de placa 304 y los hizo seguir. Coyote pagó y ella le entregó la boleta de salida; se marchó dejando atrás una sonrisa cansada.
Por un momento se contemplaron en los espejos de las paredes.
La habitación tenía un tapete grueso de color rojo y olía a ambientador de fresa. Coyote guardó la maleta debajo de la cama y rozó con los dedos la figura de una llama con las piernas largas y las orejas levantadas del cubrelecho.
Mayra abrió su bolso y le entregó una bolsa con frasquitos color caramelo.
–Para la buena suerte. Te recomiendo éste –y le alcanzó uno de los frascos–. Se llama “Esencia de Narciso Negro”.
Coyote agradeció el detalle, miró los frascos y puso la bolsa negra sobre la mesa de noche. Prendió el televisor y buscó el canal porno de la residencia. Mayra dijo:
–Bésame.
Coyote inclinó el rostro hacia ella, pero ella no se movió y se quedó como estaba, levemente apartada por la cintura, mirándolo. Coyote besó su cuello y se estremeció por el más amargo sabor que había probado jamás en su vida.
–No –dijo Mayra.
–¿Qué es?
–Sábila. Espera un momento.
Entró al baño y Coyote escuchó la regadera. En la televisión, una escena inverosímil y grotesca que generaba más asco que excitación. Apagó el televisor y también la luz de la habitación. El radio-reloj dejaba escapar un ruido seco al cambiar la tableta de los minutos. Sintonizó la emisora; la letra de la abalada hablaba de palabras que reemplazaban las acciones, de palabras tan profundas que eran capaces de llevar a los besos, de llevar hasta el fin del fin.
Hizo la llamada.
–Ya no es a las 6:45, sino a las 9:15 –dijo don Luis al otro lado de la línea–. Ya todos saben.
–Confirmado –dijo Coyote.
–Confirmado. Insisto en lo de la radio, para que te orientes.
La guitarra se apagó lánguidamente y dio paso a un coro más alegre, más festivo. Mayra salió con el cuerpo húmedo envuelto en una toalla. La luz del baño proyectaba su penumbra en la habitación.
Se acostó en la cama y lo rodeó con sus brazos, se abandonó como sólo las mujeres saben hacerlo, empleando las manos para apretar su cara contra la de él, hasta que dejó de necesitarlas. Con suavidad arrastró su mano hacia la densidad de su pubis. Dejó que la reconociera con aquel pulso seguro y fingió calma, mientras pudo, como si luchara contra una resistencia interior.
Luego se lanzó sobre él y comenzó a hablar en una lengua oscura de guerra, soltando gemidos repulsivos, mezclados con obscenidades innombrables. La cama se hizo más dura y pareció un nicho de ladrillos. Se soltó y Coyote la volvió a ver. Mientras lo desnudaba, lo miraba con aquellos ojos negros e impenetrables, observándolo ahora con su rostro inclinado, apoyándose con el codo y el puño.
Levantó los brazos casi con el mismo ademán de cuando lo rodeó con ellos, como si repitiera el vacío y ceremonioso gesto de prometerlo todo, para que Coyote no la olvidara jamás, flexionando los codos y las piernas hacia adentro, mientras llevaba sus manos a su nuca y espalda.
Los ojos de Mayra se llenaron de luz, de una extraña mezcal de humildad, orgullo herido y miedo inocente. La abrazó y su olor a yerbas y frutas lo envolvió. Sus hombros se estremecieron y le pareció que un suspiro involuntario iba a brotar de sus labios; en cambio, soltó una carcajada ronca y vulgar en la que ni su malicia ni su fealdad participaban.
Después la confusión de siempre. Los cuerpos se arquearon mientras la tenue luz del baño daba forma a esa habilidad inagotable, esa sabiduría virginal manifiesta en la sagacidad de aquellos músculos secretos; guiando y dominando los movimientos aletargados de Mayra, retrocediendo y agitándose, gimiendo y suspirando, sin mirarse, sin hablar; los dos, como si corrieran veloces a través de la oscuridad.

El Eskimal y la Mariposa, Nahum Montt



domingo, 14 de agosto de 2011

15. Espárragos para dos leones, Alfredo Iriarte



Se inició entonces la época más plena y venturosa en la vida de Metafrasto. Más tardó don Serapio en darle las indicaciones mínimas que el rijoso jovenzuelo en lanzarse a recorrer los senderos de los inmensos predios paternos en ejercicio de esta novedosa cetrería. El día de su primera excursión como bisoño cinegista erótico, Metafrasto no tuvo que andar mucho para cobrar la primera presa, con la que el mozuelo puso en evidencia la torpe chapucería que es propia de todos los catecúmenos en contiendas de este jaez. Cuando bordeaba con paso veloz una extensa sementera de papa en la hacienda de Mongua, el mayorazgo de don Serapio avizoró una garrida mestiza que parecía venir a su encuentro y que lucía gargantilla escarlata. Cuando estuvieron más cerca el uno del otro, la rústica le sonrió con timidez. Él vaciló unos instantes. No podía huir. Por su padre sabía que los desertores del sexo son más cobardes y despreciables que los de la guerra. Entonces arremetió con la irracionalidad de un novillo. Trincó a la mujercita, la asió por una trenza negra y lustrosa que le colgaba hasta la cintura, la derribó en tierra, le alzó las polleras, aspiró con deleite la fragancia de albahaca y yerbabuena que afloró de inmediato, se desabotonó la bragueta, estoqueó a su víctima, y sin descalzarse las botas ni bajarse los calzones, le echó un polvo de emergencia en el que fueron más los jadeos y los chillidos que el disfrute. Al término de la brevísima refriega el joven Esparragoza, acaso un tanto contrito por la brutalidad de sus métodos, le removió tiernamente a la moza los pegotes de humus que le habían quedado adheridos en el culo, le preguntó el nombre de su padre, le prometió enviarle cuanto antes una linda marrana preñada de regalo y se despidió de ella con afecto.

Espárragos para dos leones, Alfredo Iriarte

sábado, 6 de agosto de 2011

14. Palinuro de México, Fernando del Paso (bonus track)





¿Y qué hacer sobre todo en ese momento en que el general salió del cuarto y los cabellos de mi prima y junto con ellos su ropa cayeron hasta sus tobillos de álamo blanqueado por la sal, y un intenso olor a shampú de esmeraldas sobrecogió nuestro cuarto? Ustedes comprenderán que lo único que yo podía hacer con ella, era el amor.
Y para que no me pase la vida hablándoles de lo mismo, les contaré de una vez y para siempre todas las formas en que mi prima y yo hacíamos el amor.
Hacíamos el amor compulsivamente.
Lo hacíamos deliberadamente.
Lo hacíamos espontáneamente.
Pero sobre todo, hacíamos el amor diariamente.
O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles hacíamos el amor invariablemente.
Los jueves, los viernes y los sábados, hacíamos el amor igualmente.
Por último los domingos hacíamos el amor religiosamente.
O bien hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia, por no dejar y por si acaso, como primera medida y como último recurso.
Hicimos también el amor por ósmosis y por simbiosis: a eso le llamábamos hacer el amor científicamente.
Pero también hicimos el amor yo a ella y ella a mí: es decir, recíprocamente.
Y cuando ella se quedaba a la mitad de un orgasmo y yo, con el miembro convertido en un músculo fláccido no podía llenarla, entonces hacíamos el amor lastimosamente.
Lo cual no tiene nada que ver con las veces en que yo me imaginaba que no iba a poder, y no podía, y ella pensaba que no iba a sentir, y no sentía, o bien estábamos tan cansados y tan preocupados que ninguno de los dos alcanzaba el orgasmo. Decíamos, entonces, que habíamos hecho el amor aproximadamente.
O bien Estefanía le daba por recorrer las ardillas que el tío Esteban le trajo de Wisconsin y que daban vueltas como locas en sus jaulas olorosas a creolina, y yo por mi parte recordaba la sala de la casa de los abuelos, con sus sillas vienesas y sus macetas de rosas-té esperando la eclosión de las cuatro de la tarde, y así era como hacíamos el amor nostálgicamente, viniéndonos mientras nos íbamos tras viejos recuerdos.
También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y rezando, acostados y soñando.
Y sobre todo, y por la simple razón de que yo lo quería así y ella también, hacíamos el amor voluntariamente.
Muchas veces hicimos el amor contranatura, a favor de natura, ignorando a natura.
O de noche con la luz encendida, mientras los zancudos ejecutaban una danza cenital alrededor del foco. O de día con los ojos cerrados. O con el cuerpo limpio y la conciencia sucia. O viceversa. Contentos, felices, dolientes, amargados. Con remordimientos y sin sentido. Con sueño y con frío.
Y cuando estábamos conscientes de lo absurdo de la vida, y de que un día nos olvidaríamos el uno del otro, entonces hacíamos el amor inútilmente.
Para envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor ilimitadamente, magistralmente, legendariamente.
Para honra de nuestros padres, hacíamos el amor moralmente.
Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor sintomáticamente.
Y sobre todo, hacíamos el amor físicamente.
Una tarde yo llegué a nuestro cuarto de la Plaza de Santo Domingo con la Historia del Arte que nos había prestado Walter, y entonces hicimos el amor siguiendo todas las reglas dela arte mínimo, del arte óptico, del arte ambiental y del arte conceptual.
Después nos pintamos de blanco y reprodujimos El beso y El ídolo eterno de Rodin y El abrazo de Cupido y Psique de Antonio Canova.
A partir de entonces solíamos también besarnos junto a la ventana, como los amantes sin rostro de Edvard Munch.
O bien ella se abría de piernas como un gran desnudo de Wesselmann, o me ofrecía el trasero orejudo como un cefalópodo de Hans Bellmer, o se recostaba en la cama con sus bucles y su vestido de niña y la falda arriba de las rodillas, como una adolescente provocativa de Balthus.
Después de un viaje a San Francisco, Estefanía quiso que imitáramos la postura de los amantes modernos de Gerald Gooch. Después de una visita al Museo del Prado, repetimos en tercera dimensión y durante semanas enteras todas las locuras de El Jardín de las Delicias Terrestres de Hyeronimus Bosch.
Y un número infinito de veces nos abrazamos como Leda y el Cisne en los cuadros de Leonardo, como Hércules y Deyanira en las pinturas de Mabuse, como Venus y Marte en las obras del Veronés.
Sí, puedo decirte que nos amamos apasionadamente, como los amantes de Géricault; que fuimos azules y tristes como los amantes de Chagal, y que juramos que aunque nos hiciéramos viejos y nos salieran y entraran serpientes y sapos por los ojos y la barriga, seguiríamos haciendo el amor como los amantes de Grunewald.
A esto, le llamábamos hacer el amor artísticamente.
Y mientras tanto, yo comencé a pensar muy serio en la posibilidad de solicitar trabajo en una agencia de publicidad, tal como lo había propuesto mi prima. A Estefanía la contrataron de inmediato como modelo, como escritora y como genio. A mí, me costó un enorme esfuerzo entrar a una agencia. Más esfuerzo me costó salir de ella. Y más, más todavía, me costó no regresar.

Palinuro de México, Fernando del Paso